En un recóndito recoveco entre la
pasión y el tesoro, amedrentado por estruendos y atenazado por pasarelas,
decidí esconderme por un tiempo para curarme gestos y adormecerme fracturas.
Regreso absorto en pensamientos dispares y timoneando en la deriva que
propician los tiempos extraños, busco otra vez donde degustar el equilibrio, a
la par que me encomiendo a las virtudes conocidas para apaciguar los demonios
internos, que se despiertan por las tramas mal orquestadas.
Regreso porque necesito escribir para saber quién soy. Porque necesito que
mi cerebro devane palabras y las enmadeje en imágenes y requiebros que no
quiero que sean fáciles. Él lo hace así porque es su catarsis, el modo en que
licúa sus inquietudes y manifiesta los anhelos de respuesta. El cerebro se
desatasca los sótanos y se ofrece la rienda suelta que más le libera. Necesito
escribir y escribir así para no estallar en confeti. No me reconozco fácil en
estos términos, pero no pretendí serlo. Soy poliédrico como una comisura de
labios. Soy raro como un sentido adormecido. Soy una fase lunar en la cara
opuesta de la luna. Soy un verbo escrito para no volver. Soy más que ayer y un
destello en el mañana.
A veces me dicen que sé usar la palabra perfecta. Que resumo, en casi un
solitario término o en una frase extremadamente minimalista, todo un tumulto de
sentimientos, de imágenes, de voces, sonrisas, llantos y yemas con exactitud
milimétrica y sobresalto en el corazón.
Quizá sea así, pero en múltiples ocasiones me pregunto de qué me sirve.
De qué me sirve esa palabra exacta si la respuesta a obtener en un conjunto
vacio. Un silencio acompasado, una nube que pasa, un espacio entre ya y fue. De
qué me sirve atender pensamientos, tramitarlos en voces, colorearlos en capas y
dulcificarlos entre los dedos. De qué me sirve si después, he de saber que el
final de la historia va a ser otro. De qué me sirve anticipar, prender, pedir,
proveer, buscar, cocer, palpar, ver, obviar, complicar, dejar, subir, notar, tensar
y mostrar, si el susurro que no espero va a estar escrito en la tierra que
circunda mis pasos.
La vida ocurre mientras tú te destrozas el paladar. La vida salta y hace
piruetas pasando de puntillas por las palmas de tus manos. La vida te regala un
terrabastall, como decimos por aquí, y te obliga a reinventar tu vista. La vida
te hace pasajes para que siempre los lleves en tu zurrón y te plantea el reto
de saber qué más te va a caber en él.
No me reconozco cuando me pierdo. Pero cuando me encuentro, sé que lo que
tengo es lo que ofrezco. Que lo que sientes en mi mirada y ves en mi mano es lo
que daré a todo aquel que se acerque a conocerme. Alguien me dijo que en la
amistad, en el amor, en la paz y en la frontera, iba a ser siempre así, porque
no conozco otra manera de ser y dar que ésta que custodio dentro de mi cuerpo. Y es así.
Mientras las nubes de polvo y suturas se asientan, sitúo mis pies sobre la
madre tierra y encorajo mis dedos para que capturen dilemas. Levanto la vista y
oteo el espacio en busca de porvenires nuevos entre vapores conocidos. Asimilo
que el camino no siempre es el que quiero sino el que me encuentro. Que me
alimento de recuerdos y de sueños, de planes por hacer y de otros por contrastar.
Que con mis latidos estoy tejiendo algo bonito y que en el placer reside la
razón última del despertar.
La palabra perfecta aún no la he dicho.