sábado, 9 de agosto de 2014

Enrocad a La Reina


Parte Primera. El Universo desclavado.

Erase una vez un tablero de ajedrez, en el que un ejército otomano luchaba contra huestes cristianas por el dominio de sesenta y cuatro escaques nacarados.

Las últimas batallas habían terminado siempre en tablas, tras combates implacables que dejaban a ambas milicias diezmadas y agotadas. La guerra era fratricida y brutal, con atisbos de conquista, pero al final de las contiendas, el empate seguía siendo el veredicto de la campaña.

Ambos ejércitos sabían que solo necesitaban una victoria para hacerse con el territorio y ganar la guerra. Cualquier error podía pagarse caro y la expulsión del tablero suponía la más horrenda humillación.

Aquella noche, los otomanos descansaban en el lado sur del tablero, a unos cinco escaques de distancia del enemigo. Se había declarado un alto el fuego que debía suponer un respiro para unas tropas cansadas. La soldadesca bebía y reponía fuerzas alrededor de una hoguera, mientras dos peones y una torre tocaban música árabe con un bendir, un darbuka y un laúd.

Era una noche densa y aromática como miel recién recolectada, donde el olor de la madera ardiente se mezclaba con el influjo de las flores de azahar. El humo de las cachimbas se elevaba con pereza y astringencia, embriagando el aire con notas de opio.

Los soldados se divertían mientras el estado mayor, formado por los reyes, los alfiles y los caballos se entretenía y pacía en sus jaimas, desgranando así su condescendencia con la algarabía que formaba la infantería no lejos de sus tiendas. Sabían que la moral de la tropa era un arma mortífera que había que alimentar y aquel era su sustento más preciado.

Hasan, observaba en silencio la fiesta sentado en una piedra unos metros más allá del corro y degustando un hirviente té con menta. Sus labios se envolvieron en vapor de té mientras meditaba. Levantó la vista al cielo y escrutó, como cada noche, el titilar lejano y protector de las estrellas. Para él, las constelaciones eran brillantes clavos que sujetaban el Universo a su bóveda. Mientras siguieran ahí, todo iba bien.

Suspiró y regresó su atención al té. No sabía bien por qué, pero con su dulzor Hasan intentaba combatir un amargo vacío que sentía por dentro.

Aquella era una guerra que no le pertenecía.

Entregar su alma para tal fin era el último de sus anhelos. No le importaba morir por un motivo suficiente, pero sentía que su destino no estaba en dejarse la vida en aquel maldito tablero. En su mente ardía un pálpito, la sensación inhóspita de que algo de todo aquello no tenía sentido.

El pensamiento se detuvo como si hubiesen tirado de las riendas de su mente. La música había aumentado de intensidad y los soldados jaleaban a los músicos con palmas y vítores. Cantaban la letra de una canción antigua y muy conocida. Una canción que hablaba de anhelos, anhelos de vida y deseos descontrolados, de la magnificencia del amor y de la entrega sin cambio.

Los cortinajes de la jaima real se abrieron y bajo un umbral de ricas telas apareció ella.

La Reina.

Por un momento, la música enmudeció, pero con un solo gesto de sus manos los músicos comprendieron que la Reina quería que siguieran tocando. La intensidad regresó de nuevo al aire y los sonidos almizclados se elevaron como gotas que caen del suelo al cielo.

Descalza, la Reina se aproximó hasta los músicos y afectuosamente puso su mano sobre la espalda de la torre que tocaba el laúd. Éste se ruborizó por el gesto de la Reina.

Era muy bella. Su largo cabello caoba se desmadejaba en tumulto por su espalda de piel cobriza y formas perfectas. Poseedora de unos ojos grandes y profundos como un mar de noche, su rostro se definía en unos pómulos marcados bajo una piel fina como una caricia y unos labios suaves y carnosos, sugerentes como una espera.

Poco a poco, las notas musicales se agazaparon bajo sus ropajes y acariciaron sus caderas, llevándola hacia el centro del corro. La Reina empezó a bailar y con sus movimientos, amplió la sonrisa de la soldadesca, quienes empezaron a batir palmas con más fuerza. Ella danzaba y giraba alrededor de la hoguera, en una cadencia que desdibujaba sensualidad y feminidad, mientras la música se fusionaba con el sonido de sus pasos en la arena y el crepitar de la madera.

Hasan atenazó su mirada a los movimientos de ella. Sus verdes ojos mozárabes se dilataron absortos y su pulso se perdió en océanos en tormenta. Se alzó y se aproximó, hipnotizado por el danzar perfumado de la Reina.

Ella giraba y giraba y la música subía y subía. Giraba, danzaba y desprendía. La mirada penetrante de él buscó los ojos de ella. La música se entreveraba y la arena se suspendía en el aire encaramada por los pasos que ella ejecutaba. Él se sentía poseer mientras sus ojos anhelaban encontrar los suyos. La mirada de ella era una estela fugaz. La melodía tronaba y las palmas de los soldados hacían vibrar el suelo. El giro se volvía vértigo y el vértigo en abismo. El firmamento quebró y la hoguera rugió de placer.

La música y el baile se detuvieron. El mundo enmudeció y solo se escuchaba la respiración profunda de la Reina al recobrar el aliento.

Los ojos de ella encontraron los de él. Con su mirada, ella le entregó un pensamiento.

Las estrellas se desclavaron y el Universo comenzó a verter.

Y en aquel instante, Hasan lo supo.

No moriría en el tablero de ajedrez.