Parte Tercera. La Reina.
Era una noche espesa como un
pensamiento recurrente. La luna se elevaba poco a poco, apartando estrellas y
desgajando nubes en su creciente avanzar, mientras su influjo esparcía migajas
de luz sobre la vasta planicie del tablero.
Hasán no podía dormir. Su mente
se debatía en voces y su alma se agitaba como espuma de oleaje. Se sentía
quemar por dentro. Las revelaciones de aquella vigilia eran hielo e
incandescencia; luz y abismo; espacio y suelo; un contrapunto perverso que
dinamitaba todo lo creíble. Su rey era un traidor y la guerra una falacia. No
existía conquista ni victoria, no había paz ni territorio a ganar. Sólo un
trueque maldito a cambio del vacío.
Las manos le ardían y el pecho
subía y bajaba con la fuerza del desboque. Acostado en su catre, se sentía
inquieto y fiero. Se irguió y se frotó la cara con las manos. Levantó la vista
y parpadeó. Por las telas de la tienda se escapaban átomos de luz lunar. Puso
los pies en el suelo y se levantó. Necesitaba alimentarse de aire.
En el exterior, la calma se
desparramaba en forma de bolitas que recorrían el suelo conteniendo ronquidos.
La tropa dormía placida y su dormitar se unía al crepitar de la tierra y al
timbrar monótono de los insectos que poblaban la estepa. Sombras de luz
agitaron la bóveda celeste mientras un trueno estampó bramidos en el horizonte.
Levantó la vista y respiró el viento cambiante. Probablemente aquella noche iba
a llover.
Zarandeó sus pasos hacia puntos
descoordinados entre aquí y ningún lugar. Se hizo pasajero de vigilias y caminó
alrededor del campamento como un sonámbulo consciente. Sentimientos y voces
trepaban por sus vísceras y surcaban sus túneles de sangre. Apretaba los puños
con fuerza y los abría con la intención de liberar la energía que le impedía
calmarse.
Se sentía morir por momentos.
Odiaba tener que contemplar como una piedra preciosa era denostada. Por qué
alguien era incapaz para hacer valer un valor valioso. No podía permitir que
aquello sucediera. No podía dejar que su Reina fuera moneda de cambio. Pero se
reconocía a sí mismo amargamente desolado ante la cabalgante impotencia que le
abrumaba las sienes.
No sabía qué hacer.
Llegó hasta su roca y se sentó en
ella. Meditabundo, su mirada se perdió entre restos de estepa abierta. Se
mantuvo allí, quieto, durante un largo rato. Sobre él, a miles de kilómetros de
altura, la noche cosió nubes con hilo de relámpago. El predio se ensombreció y
guturales aullidos de tormenta traquearon un cielo cálido y agitado. Ausente,
Hasán latía con ardor.
Poco a poco, la noche se decidió
a decantar agua. Lágrimas nubadas perecían en su devaneo hacia el terreno e
impregnaban el ambiente de un creciente y tupido olor musgoso. Gotas como dagas
suaves que restallaban contra el cuerpo candente e inmóvil de Hasán. Ajeno al
empaño que la lluvia producía en su ser, fue sin embargo consciente de un
sonido que le resultaba particularmente familiar.
El relincho de un caballo se
expandió entre el chipchopear del aguacero circundante. El animal había sido
despertado con prisa y su inquietud en el relinchido indicaba que intuía su
monta de manera inminente. Hasán se levantó y corrió agazapado en busca del
corcel. No era algo normal a aquellas horas de la madrugada. Pronto, junto a
los establos, divisó la figura majestuosa de un alazán blanco. A su lado, un
hombre ataviado con ropajes oscuros se disponía a montar en él. Puso el pie
derecho en un estribo y se impulsó para subir. De inmediato, partió hacia la
espesura hundiéndose en el negror de la noche.
No necesitaba nada más para saber
quién era. Conocía el caballo y conocía por las formas de su cuerpo, la
identidad de aquel hombre que salía a cabalgar en la noche.
El sultán.
Hasán se quedó quieto durante
unos minutos contemplando el horizonte nocturno. Su mirada, charqueada por la
lluvia, se afiló para tratar de distinguir el trote del caballo entre las
sombras. Intuía hacia donde iba. Imaginó a qué. Un pacto iba a ser sellado esa
noche.
Con paso quedo, se aproximó hasta
la jaima real. Deambuló alrededor. Todo estaba en calma. Se detuvo ante la puerta
y un pálpito le hizo temblar. Sabía que podían matarle por sus pensamientos,
pero deseó con todas sus fuerzas que ella apareciera en la puerta. Esperó largo
rato, en silencio, dejándose impregnar por una lluvia que lentamente escarchaba
su cuerpo. Los pies atados a su portal.
Pero ella no salió.
Hasán resignó su alma e inició el
camino de vuelta a su cama. Fue al pasar junto a la parte de atrás de la jaima,
que unas telas se descorrieron dibujando una silueta en la tenue luz lunar.
Era Ella.
La Reina.
Llevaba un camisón blanco anudado
a la cintura con cuerda. El pelo, largo, lacio, caía enmarañado sobre sus
hombros y su pecho. Sus formas exquisitas se adivinaban bajo el ropaje. Su
mirada era profunda como una posesión.
Se contemplaron durante un tiempo
en el que en silencio se dijeron muchas cosas. Un tiempo laxo como una
apetencia. Un tiempo tras el cual, ella le tendió una mano.
Y él se aproximó.
Reina y Soldado entraron de la
mano en la jaima y las telas interpusieron un muro entre el resto del mundo y
ellos. Se miraron de nuevo largamente. La Reina se situó frente a él y puso sus
manos sobre el pecho de él, acariciando la camisa empapada. Él la miraba con
mirada penetrante y fija, mientras gotas de agua goteaban de los mechones de su
pelo. La camisa, pegada a su piel, dejaba entrever su pecho firme, musculado,
ligeramente velludo. En el silencio de la noche, el sonido de la lluvia que
caía se licuaba entre el creciente fluir de la respiración intensa de ambos.
Reina y Soldado se besaron. Sus
labios se buscaron con pasión. Sus bocas fue lo primero que entrelazaron. Y sus
lenguas. Luego, le siguieron las manos. Los brazos. El cuerpo. Un beso tras
otro beso. Tras otro. Mordiéndose, paladeándose. Entremezclándose en besos
largos. Un beso sucesivo, voraz. Como si necesitaran cada beso para poder
vivir. Respirar por los labios, morir de aire.
Se separaron un instante y se
contemplaron. Ella desabrochó uno a uno los botones de su camisa y le despojó
de ella. Él puso su mano derecha en la cadera de ella y la apretó contra su
cuerpo, besándola de nuevo. Ella gimió desde la profundidad de su boca
encadenada. Sintió placer en aquel gesto. Sintió ganas en el cuerpo de él.
Él desanudó la cuerda que
acordonaba a la Reina para, lentamente, abrir ropajes, desplazarlos hacia los
costados, acariciar con sus manos la piel, que ya estremecía, mientras la ropa
se rendía a su avanzar y dejaba espacio.
Con un gesto leve desde los hombros, desprendió la prenda y ésta
desvaneció en los pies.
Extasiado, él contempló el cuerpo
desnudo de ella. Ella se dejó mirar. Su piel cobriza,
moldeaba formas túrgidas. Su cuello largo y fino. La cadencia precisa de sus
hombros. Sus pechos firmes, excitados, selectos. La turbia calidez de su
vientre. La exacta redondez de su ombligo. Sus caderas de formas fluviales. Las
laderas interminables de sus piernas. La delicada ternura de sus pies.
La acarició con tacto
milimétrico, con temor a quebrar algo precioso. Las manos calientes de él
recorrieron su piel adentrándose en tundras, sabanas, mares y océanos de piel.
Llegó a sus nalgas y sus manos saborearon su perfecta turgencia. Rotaron sobre
cada una de sus nalgas como queriendo abastecerse, aproximarse al placer que
sugerían.
Él levantó la vista y sus ojos
abisales encontraron los de ella. Se besaron de nuevo. Largo. Suave. Con
deguste.
De pie, en medio de la alcoba,
ella abandonó su boca y besó su incipiente barba, la base de su mandíbula, su
cuello, el precipicio de su pecho. Descendió quedamente por su vientre, besando
sus abdominales extremadamente marcadas, mientras sus manos apercibían el
desbocado de la respiración de él y se enredaban suavemente entre su vello.
Siguió bajando y besó las lindes de su cadera. Él la contemplaba hacer, acariciando
su largo pelo azabache.
Ella descorrió el nudo que
sujetaba el pantalón de él y se ayudó de ambas manos para correrlo hacia los
pies. El miembro de él se irguió altivo y grueso, viril. Ella lo tomó entre sus
manos y lo acarició. Él tembló en su presagio.
Un rayo destelló en el horizonte
y su luz penetró en la estancia a través de las lonas de la jaima, en el
momento en que ella se decidió a probar el miembro de él. Lo hizo con cadencia,
lamiéndolo lentamente e introduciéndolo con un ritmo acompasado en su boca. Él
sintió la humedad circundarle y el cálido movimiento de sus labios ensalivar su
miembro por entero. La lluvia acrecentó su ritmo; gotas enormes impactaron
sobre el techo de la cámara. Y ella se movió con la lluvia. Él se sintió flotar
en la luz crepuscular.
Absorto, ido, transportado a un
lugar lejano, él la detuvo en el momento en que una sacudida de placer emergió
de las entrañas de su cuerpo. La sujetó con sus manos y la elevó, irguiéndola
firmemente y transportándola en un suave movimiento hacia la cama. Era un lecho
enorme, amplio como una sabana, mullido como el vientre de un animal salvaje.
Él se situó sobre ella y la
contempló un instante. Se miraron a los ojos por momentos gustosos cargados de
fulgor. Deslizó sus manos sobre su cuerpo y la besó en la boca. Besos largos e
intensos, como una caída libre, como una
victoria voraz, como un desmedido anhelo de más. Abandonó la boca de labios carnosos
de ella y se adentró en su cuerpo. Depositó besos en cada centímetro de piel;
descendiendo lentamente, elevándose en cada pecho en la búsqueda de los
pezones, circundándolos, paladeándolos, haciéndolos crecer y enloquecer. Trazó
un camino de besos que dibujó ríos entre las costillas, alcanzando el ombligo, dejando
que su lengua jugara con él. Sus manos inundaron de caricias el cuerpo de ella,
haciendo emerger sensibilidad incontrolada en cada poro de piel. En su
descender, su boca encontró el sexo de ella. Se detuvo un momento y contempló
como la respiración de ella se hacía más exhausta.
Un instante después, ella se
arqueó de placer.
Él lamió su sexo exquisito. Con
las manos recorriendo las caderas, los costados, el vientre y el pecho de ella, él paladeaba
el íntimo sabor. Su lengua recorrió labios verticales. Se adentró en el fluir
de ella buscando su punto goloso. Y lo encontró, haciendo que ella se
revolviera gustosa. Se detuvo un instante y contempló latidos bombeados desde
el corazón estallar en el sexo de ella. Con cuidado, introdujo un dedo. Lo hizo
salir y entrar. Lo hizo girar dentro. Lo hizo palpar. Ella intentó apagar un
grito orgásmico. Él Introdujo un segundo dedo. Ambos dedos se movieron
independientes dentro de ella. Uno hacia delante y otro hacia atrás,
alternándose, cimbrando dentro de ella. Y así la hizo explotar.
A kilómetros de allí, en un lugar
iluminado por antorchas y custodiado por espadas, un trato estaba siendo
cerrado. La paz era comprada poniendo precio a una mujer. Dos manos de distante
color de piel se estrecharon y un documento fue rubricado. Un brillo de
satisfacción resplandecía en los ojos de un hombre. Tras los ojos del otro, el
diablo arrancaba el alma a jirones.
Ella gimió un infinito cuando él
la penetró. Se sintió llenar, como si un oleaje de goce emergiera desde donde
nada es exacto y hacia donde todo explota para hacerla elevar. El ritmo era
preciso y cauteloso, pleno de amor y deseo de satisfacer. El oleaje se hizo mar
profundo y devastador. En ese movimiento de fuera hacia adentro y hacia fuera,
ella necesitó sujetarse a las espaldas de él para no caerse.
Rodaron sobre la cama y ella se
situó sobre él. Él seguía acariciándola con desmesura. Ella le cogió de las
manos y las paró sobre la cama, a la altura de su cabeza. Entre la lluvia, se
escuchó el susurro calmo de ella, apaciguando su bravía por un instante. Se
miraron y él se sintió brillar. La luz nocturna le permitía el espectáculo
perfecto del cuerpo erguido de ella. Su largo pelo caía sobre sus pechos como
cortinajes. Su vientre liso respiraba placer. Sus caderas se acomodaron mejor
sobre el miembro de él. Y así, con ritmo tenue, ella comenzó a cabalgarle.
En aquel momento, la lluvia se
detuvo.
Las espadas saludaron a los
hombres que salían de la tienda. En la noche, se escuchaba el escurrir del
campamento. Gotas de agua que resbalaban
hacia un terreno empapado. El corcel blanco aguardaba con movimientos nerviosos
de cola. Los firmantes se miraron de nuevo y estrecharon una vez más sus manos.
La reunión finalizaba en aquel gesto.
Era hora de regresar.
La luna desmadejó nubes y se
abrió paso entre mantas de algodón suspendido. Junto a ella, miles de estrellas
se estremecían, como si hubieran pasado frio durante la lluvia. El haz de luz
lunar restalló sobre la Tierra e iluminó la habitación, donde un hombre gemía
de placer. Ella le amaba con profundidad, en galopes ciclópeos que le
adentraron en tundras incendiadas. Un movimiento selecto y sostenido, que la
elevaba para hacer que el miembro de él se adentrara más y más, explorador
profundo, perforador enorme, buscador de sensaciones.
En el influjo lunar él la miraba
con ardor, contemplando su cuerpo absoluto en lenta cadencia, moviéndose sobre
él, gobernándole, procurándole estallidos de placer, provocando el bramido de
sus fieras internas, que aún pedían más. Las manos de él la sujetaban con
firmeza y la acariciaban durante minutos eternos como confines. Sincopadamente,
ella aumentó el ritmo. Él sintió brotar un atisbo de detonación desde su
profundidad sexual y quiso detenerla. Pero ella no quiso. Le miró como lo hizo
la primera vez que se descubrieron, a través del fuego de la hoguera, ella
danzando para él, la intensidad floreciendo en cada poro, la seguridad de
saberse poderosos, el uno para el otro, el uno en el otro.
El caballo galopaba raudo de
vuelta al campamento otomano. El sultán viajaba sobre él. Con la mirada perdida
en la ruta nocturna, se descubrió absorto y ausente. Se dejaba llevar por la
monta, mientras su espíritu era devorado por una culpa famélica. Intentaba
calmarse con mensajes mentales. El ejército cristiano era poderoso y demoledor.
Aquella guerra hubiera entrado en una fase devastadora para el pueblo otomano.
El rey cristiano le había prometido una carnicería humana en la siguiente
contienda. Sí, el precio pagado era muy alto, pero la imagen de su pueblo
arrasado le sobrecogía desmesuradamente.
En la jaima real, Reina y Soldado
se dejaron llevar y subieron aún más alto. Se abrazaron sin dejar espacio al
aire y se sintieron desbocar. Se amaron profundo y grávido. Rebosándose.
Estallando en orgasmos de precipicio. Él la llenó de cascadas y ella flotó al
sentir su comba. Miles de voces internas gritaron sus nombres en éxodo. Hubo un
último estallido vital que se extendió por su piel hacia las puntas de sus
dedos. Ambos emergieron en lava.
Un instante después, él la notó
descender. Acostada sobre el pecho desbaratado de él, ella dibujó una sonrisa
dulce como un secreto placer. Besó su vientre y levantó la mirada hacia él para
contemplarle regresar. Él la abrazó protector, cálido y hondo como una vuelta
al hogar. Acarició el pelo desordenado de ella, que se extendía como seda sobre
su espalda desnuda. Los dedos recorrían piel y en tacto, recordaban las
sensaciones abismales que sus cuerpos habían sentido. Los pulsos reordenaban
vapores del alma.
Un primer rayo de luz solar
despuntó en la aurora. Irradió destellos de día nuevo en la bóveda celeste y
ofreció resplandores que iniciaron combate con las luces de la noche. Los amantes
extenuados contemplaron en silencio el albor entreverse entre las telas de la
tienda. El amanecer despuntaba así, cuando el caballo blanco llegó a los
establos y detuvo su trote. El jinete descendió torpemente y con gesto cansado,
condujo al alazán hacia el interior de las caballerizas. Un dulce aroma a
ensoñación cubría a Reina y Soldado que se mimaron casi durmientes. El sultán
acarició suavemente a su monta y salió de la cuadra. Sus pasos se adentraron en
la noche finalizada y se encaminaron hacia la jaima real. En la cama, Reina y
Soldado se besaron de nuevo. Se tocaron de nuevo. El fulgor de la gana les
anudó por instantes y se quisieron amar. La hierba regada crujía bajo los pies
del sultán en su aproximar a la entrada principal de la jaima. Hasán besó a la
Reina y los labios de él recorrieron el rostro de ella en busca del oído
cercano. El Sultán entró en la tienda. De pié en la entrada se despojó de su
ropa oscura. Cautelosamente, la guardó en un arca. Entre susurros y latidos, Hasán
pronunció pasiones y promesas en su lengua natal que hicieron estremecer a la
Reina.
Instantes después, el Sultán
entraba en la estancia principal. Sus ojos se acuclillaron para adaptarse a la
tenue luz y fijar escenas.
La Reina, tumbada en la cama,
adormecía plácidamente. El sultán se aproximó y en silencio contempló su pelo diseminado
sobre los paños de la cama. Ella le ofrecía la espalda y él atisbó una
expresión dulce en sus ojos cerrados y en sus pómulos marcados. El sultán giró
sobre sus pasos y se perdió en la aún presente oscuridad de la estancia.
La Reina abrió los ojos y su
mirada imaginó pasos en la Tierra. Su sonrisa pronunció un nombre en beso. La palabra
imaginada, besada, se deslizó bajo la jaima y revoloteó en las primeras luces,
empujándose por las corrientes cálidas, buscándole a él.
De nuevo en su cama, Hasán sonrió
a la pasión con vida centelleando en el iris de sus ojos. Su mirada lanzada
hacia el techo, proyectaba imágenes de mujer bella. Se sentía pleno y seguro.
Se sabía poseedor de un destino. Se conocía con fuerza para emprender la
batalla final. En sus manos quemaban tactos que quería volver a acariciar; en
sus labios, besos que quería volver a estremecer; en su vida, latidos que quería volver a
compartir. Para siempre.
Un pulso suave rozó su piel. Por
un instante, pensó si fuera un beso lanzado al aire. Un beso enviado por ella.
La Reina.
Instantes después, exhausto Hasán
se durmió recordando las palabras de su promesa a su Reina.
Todo por el Amor hacia ti.
Inspirado en la canción The Mystic's Dream interpretada por Loreena McKennitt
Ya he intentado antes un comentario, pero se los come ... o que .. o yo no se.
ResponderEliminarMe encanta, se lee rápido y con el aliento contenido...
Pasional y apasionante coreografía de palabras que perfilan perfectamente la cadencia de los personajes en mi imaginación. Conseguir eso es muy bueno ...
Pero esta partida no se acaba aquí ....
A la espera entonces ...
:) y si después de leerlo escuchas la canción te lleva allí donde tu quieres. iNCREIBLe
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Ni